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MARIO
 

Todavía me acuerdo de cuando te sentaste a mi lado en aquella clase de 1º de BUP, allí nos conocimos. Recuerdo a un chico tímido, reservado, y con algo especial que te hacía diferente a los demás. Enseguida empezamos a compartir recreos y deberes, hasta que un día te conté que estaba apuntado a un grupo scout y te viniste a un campamento que preparamos en Semana Santa, desde entonces nos hicimos inseparables.


 

Cumbre de la Galana en Enero de 1998

 

No se si será porque todo es nuevo, por lo que descubres cada día, o simplemente por la forma de ver el mundo pero las cosas que vives con esa edad te marcan para siempre. Fueron unos años inolvidables, años en los que aprendimos que la amistad es el mejor regalo que te pueden hacer y que la vida se ve de otra manera desde la cima de una montaña. Sobretodo recuerdo cuando fuimos a los Picos de Europa y vimos el Naranjo de Bulnes por primera vez, era enorme. Se podían ver varias cordadas escalando su cara oeste y nos parecieron héroes que probaban su valor enfrentándose a un gigante, y unos pocos años después, tú serías uno de ellos. También fuimos a los Pirineos, eran las montañas más altas que habíamos visto, cumbres que incluso durante el verano permanecían nevadas.

Luego quisiste ir un poco más lejos, me dijiste que ibas a hacer un curso de escalada en Benasque y que a la vuelta me enseñarías todo lo que aprendieses. ¿Te acuerdas de la primera vez que fuimos juntos a escalar?, fue en Patones, en las vías que hay cerca de la presa, ¿y de mi primera vía?, cuando estaba a dos metros del suelo te dije que me bajases, si no hubiera sido por las voces que me diste no la hubiera terminado. Desde entonces ya no miraríamos las montañas de la misma manera, lo que antes nos parecía imposible de repente dejó de serlo. Se abrían ante nosotros puertas que daban a nuevas experiencias, nuevas sensaciones que hacían vivir la vida de una manera más intensa y más plena. Así pasamos de tener la montaña bajo los pies a tenerla de frente, ahora además de notarla con la suela de las botas podíamos sentirla con todo el cuerpo.

Si cierro los ojos todavía soy capaz de verte escalando. Era como ver bailar a alguien que se sabe de memoria la canción que están poniendo. Siempre sabías en cada momento lo que tenías que hacer y de que forma hacerlo, donde subir una pierna o apoyar la mano para que aguantase el peso del cuerpo. Escalabas como vivías, era un reflejo de ti mismo.

Después de la roca teníamos claro cual era el siguiente paso que debíamos dar, conocer la montaña cuando se encuentra cubierta de nieve. Ese manto blanco y frío convierte a las montañas en el mayor espectáculo que se puede contemplar y las hace irresistibles. Escalamos el Almanzor un gélido fin de semana de enero, eran otros tiempos, llevábamos solo dos piolets para los cuatro, y tu subiste en vaqueros... luego la Galana, el Posets y las afiladas agujas de los Galayos. Fueron días intensos y llenos de magia en los que apenas podíamos luchar contra el frío con nuestras botas de treking y los sacos ligeros de verano. Así descubrimos la montaña en su estado más salvaje y nos dimos cuenta que el invierno a pesar de traernos los días más cortos también nos regala los cielos más puros y bonitos.

Y llegó el momento en el que nos sentimos preparados para ir a los Alpes. Ahora parece una locura pero entonces pensamos que no podíamos hacer nada mejor esas navidades. Alquilamos un coche y pusimos rumbo a Chamonix. Una vez allí, al pie de algunas de las montañas más legendarias de los Alpes, pudimos fundirnos con el espíritu de los primeros escaladores que muchos años antes pisaron esas cumbres. Desde el primer momento supimos que nos encontrábamos ante el escenario perfecto para crecer como montañeros y también como personas, un terreno de aventura ideal donde poder cumplir nuestros mejores sueños. Tengo muchos recuerdos de ese viaje pero hay uno muy especial, nunca olvidaré tu cara la primera vez que viste el Mont Blanc. Siempre hay una primera vez para todo, es única, irrepetible, y lo que vives y con quien lo vives ya no se puede olvidar nunca. Si es cierto que la cara es el espejo del alma tu eras la persona más feliz de la tierra.

Así, casi sin darnos cuenta fueron pasando los años, y vinieron más escaladas, más cumbres, pero lo más importante era que seguíamos juntos.

Recuerdo los relevos que nos dimos abriendo huella en la nieve, a veces sin decirnos nada, una simple mirada nos servía para saber como se encontraba el otro. Como tantas otras cosas en la vida hay veces que la cima de una montaña solo se consigue compartiendo esfuerzos. Y cuando deteníamos la marcha para tomar un respiro aprovechando que por fin asomaba el sol sobre el horizonte. Era inevitable quedarse parado para contemplar el amanecer. Sabíamos que a partir de ese momento la luz lo inundaría todo y el frío se iría retirando poco a poco. ¿Y las reuniones?, era el momento de la escalada donde por fin nos juntábamos para beber un poco de agua, intercambiar el material y comentar el largo que acababamos de hacer, el próximo que nos tocaba escalar, o decíamos cualquier chorrada para infundirnos fuerzas, valor y ánimo para seguir hacia arriba. Las marchas de aproximación han transcurrido por valles y bosques difíciles de olvidar, casi siempre cerca de un río que nos servía para beber y refrescarnos. ¿Y que decir de nuestros interminables viajes en coche?. Siempre salíamos cuanto antes para aprovechar al máximo, nos daba igual la tan anunciada operación salida o que se hiciese tarde por cualquier motivo, lo importante era pasar el mayor tiempo posible en la montaña. Con el coche éramos tal para cual, las paradas a descansar no solían ir con nosotros, poníamos la directa rumbo al objetivo y sólo parábamos para echar gasolina. Cuantas veces hemos llegado de madrugada y sin llegar a dormir nada nos hemos calzado las botas y puesto a andar del tirón, como la primera vez que subimos juntos el Vignemale. También recuerdo los abrazos que nos hemos dado al llegar a alguna cumbre especial, como la vez que subimos el Mont Blanc por la ruta de los cuatromiles. Era una forma de celebrar la culminación de tanto esfuerzo y de reconocer al compañero que nada hubiera sido posible sin su ayuda. Pero si hay algo que recuerdo con especial cariño son los vivacs, cuando después de un día agotador nos metíamos en los sacos de dormir tumbados boca arriba uno junto al otro. Nos pasábamos horas hablando mientras contemplábamos las estrellas. ¿Te acuerdas que justo antes de dormirnos nunca decíamos nada?, de repente caíamos vencidos por el sueño, y se hacía el silencio... mañana será otro día.

Me siento muy afortunado, no cambiaría ni un solo instante de los que hemos vivido juntos por nada.

Ahora tengo que continuar, a pesar de que ya no estás a mi lado seguiré escalando. Disfrutaré cada minuto que pase en la montaña, de sus ríos, lagos y torrentes, de sus bosques, de sus crestas y sus cumbres, pero se que ya nunca será lo mismo.

Compañero, sabes que siempre estaré contigo, vayas donde vayas.

Mario


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